25/8/11

Salud (2)

Hace meses volvía al tópico de brevitate vitae. Uno de los grandes temas antropológicos que adquieren su valor literario universal, decía, de la misma universalidad antropológica de la que emanan. Resultan formulados adecuadamente sólo - sugería allí - cuando han calado en la vida singular. Hoy creo haber encontrado la forma extrema del lugar en cuestión - de la brevedad de la vida -, que me parecía el fundamento trágico de cualesquiera otras cuestiones antropológicas. Paradójicamente - en apariencia - la cuestión se contempla en ese grado extremo como la duración de una vida intolerable, cuya misma brevedad aún podría consolarnos. En el mismo sentido en que nos consuela saber que la compasión de Dios abreviará los días del final del tiempo: 
"Porque habrá entonces una gran tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta el presente ni volverá a haberla.Y si aquellos días no se abreviasen, no se salvaría nadie; pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días". (Mat 24. 21-22)
La forma extrema de la trágica cuestión universal de la brevedad de la vida, refiere - en suma - a su extraordinaria duración. Diríamos que consiste en el colapso del tiempo que antecede al suicidio. Se puede describir en singular la experiencia de esa frontera en que la progresión del tiempo busca invertirse, dando lugar a su colapso. A menudo se alude - para referir la situación - a la figura del bucle, del vórtice o del nudo insalvable. Podría añadir que la voz no deja de declarar su hastío del modo más inmediato: "¡qué asco!" ante los más sutiles semblantes del mundo, "asco" ante las fuentes del mundo mismo. "¡qué asco!" pronuncian los labios desatados de toda voluntad incluso ante el rostro de un niño. La vida se hace entonces inviable, busca invertirse hasta negar el nacimiento y difícilmente se encuentra, porque ya no se busca, un asidero. Recomendaría la huida y se me presentan dos alternativas radicalmetne opuestas: la primera sería la vía de una lenta destrucción de sí (estupefacientes, dispersión y pérdida absoluta de responsabilidad...) que, sin embargo, nos permitiera ralentizar el acto de negación. Esta vía supone un mínimo resto de esperanza, de suerte que ese tiempo muerto pudiera - mediante un auxilio inconcebible - sobreponerse algún día. La segunda vía conduce a un completo desasimiento capaz de producir un estupor - en buena medida análogo al que aportan los estupefacientes - que permita, en un absoluto abandono, dejarse llevar por el ritmo sin sentido de los días sin esperar siquiera que se quiebre en algún punto esa desolada inercia. Conceder - lo menos posible - a cualquier incitación de la vida: ayuno, silencio, abstinencia. En mitad de la actividad febril de la cosmópolis pánica esta vía resulta prácticamente intransitable. Mortificación y atenuación de la vida que, alumbra, según se nos cuenta,  con un relámpago frío, con una luz elemental y sin origen ni procedencia el rostro oculto del mundo, capaz de embelesar y arrebatar los sentidos que, superado el estupor, alcanzan la percepción más plena de la realidad. 
La tercera vía es, en este caso, la más inmediata negación de sí, sin esperanza ni dilación. Poco se detiene nadie llegado a ese punto a describir el paso sin retorno del nihilismo: nada que decir. Mientras nos entregamos a la labor diaria de manifestar nuestro asco, conservamos un ápice de esperanza. Preservar ese puntal quebrado también es el afán de estas palabras.

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