Ese título es casi un lugar común, el desierto debiera habernos asfixiado ya. Acaso lo ha hecho. Me miro las manos, nervudas y cruzadas de vasos sanguíneos, sarmentosas. Me recuerdo escribiendo aquí, al hilo de mi lectura de Bueno o de Koselleck, de Schmitt o de Chesterton... leyendo lo que fue escrito con un margen relativo de libertad incomparablemente superior al que podamos disfrutar hoy. Han pasado quince años, desde aquel 2007. El mundo es, para muchos de nosotros, enteramente otro. En mi caso, la catástrofe es definitiva y abismal. No me reconozco cuando me miro en estos textos de ocasión.
La gran mutación, que comenzó poco después de aquel 2007, no auguraba nada bueno. Es cierto que el mero deslizamiento inercial tampoco era posible, ni deseable. Era una caída lenta hacia la nada, acaso se haya acelerado el proceso. En cualquier caso, también promete una desviación o un restauración, una alternativa al hegemónico asentimiento. Hoy han transcurrido más de quince años y, por mi parte, no busco consuelo. Vivo amarrado a un madero cruzado y a un cuerpo imperecedero, no cabe esperanza más cierta. Todo lo demás es mucho menos que literatura.