Habitamos un entorno en el que, ya sea por razones físicas y/o morales, se hace posible pensar a menudo en no ver, no oir, no oler... La amputación de una dimensión sensorial, de un aspecto del mundo, o de la totalidad del sentido supone una negación no menor que el suicidio. Desde lo que llaman contaminación acústica a la polución que rarifica el aire apenas respirable, desde el feo rostro de las ciudades al saludo agresivo del prójimo... nuestro entorno ha perdido la admirable morfología de un paisaje. Podemos estimar la destrucción del mundo por la opacidad con que se nos obscurece. Este ensombrecimiento es proporcional a la serie creciente de los medios de oclusión con que nos defendemos del ambiente resultante: mascarillas, tapones, colirios, gafas, climatizadores, protectores solares... Afilemos las uñas, cada cual en nuestra madriguera. Soñamos unas semanas al año con un vuelco ontológico que acaba convertido en unos días de vacaciones. Sea pues hasta septiembre. D.m.
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DE LA NADA, QUE AVANZA
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