No cabe duda de que éste no es lugar para ciertos desarrollos. De atenernos a este formato devendríamos fragmentarios pensadores postmodernos. Podemos, sin embargo, (porque no tenemos otra opción) forzar la naturaleza misma de este espacio. Acaso de la articulación de los fragmentos amanezca un orden.
Desde la perspectiva de la antropología filosófica de un materialismo pluralista (no monista) o simplemente complejo, podemos - creo que podemos - afrontar una revisión hasta la entraña que recodifique el sistema de la filosofía kantiana; purgando - para decirlo sin paliativos - el contenido metafísico idealista o racionalista y su correspondiente procedimiento disociativo. Por lo que toca, atenidos de momento a su proceder analítico, al componente teórico o cognoscitivo (inseparable e indisociable, desde nuestro enfoque,de la actividad productiva humana - la labor o el trabajo, diríamos - de estructura no sólo internamente normativa sino también volitiva y estimativa) es posible poner de pie, en una suerte de umstulpung, todo su discurso.
Valga por caso, pero por caso crítico, la consideración relativa al caracter de "estructura intelectual humana" de la relación causa-efecto. No se trataría de un dato de experiencia, sino de una estructura a priori que se esquematiza por la "sucesión irreversible en el tiempo". Entiendo que desde una concepción ajustada del carácter "doblemente formalizado" de la operatoriedad antropológica, (que revela la honda carga ontológica del trabajo y del endoesqueleto productivo que construye y que resulta capaz de soportar tal acción normalizada, o doblemente formalizada) puede leerse a Kant y, además, enderezarse su perspectiva. Disculpen la soberbia.
Dejo un muy conocido texto kantiano cuya hermenéutica ocuparía - ocupará - acaso un medio centenar de páginas.Entiendo que sólo conociendo la doctrina del carácter doblemente formalizado de la praxis antropológica puede notarse la enorme posibilidad interpretativa que el texto ofrece.
"Hasta ahora se admitía que todo nuestro conocimiento debía regirse por los objetos; pero todos los ensayos para decidir a priori algo sobre éstos, mediante conceptos, por los que sería extendido nuestro conocimiento, no conducían a nada. Ensáyese, pues, una vez si no adelantaremos más en los problemas de la metafísica admitiendo que los objetos tienen que regirse por nuestro conocimiento, lo cual concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, que establezca algo sobre ellos antes de que nos sean dados. Ocurre aquí como con el primer pensamiento de Copérnico, quien, no consiguiendo explicar bien los movimientos celestes si admitía que la masa toda de las estrellas daba vueltas alrededor del espectador, ensayó si no tendría mayor éxito haciendo al espectador dar vueltas y dejando en cambio las estrellas inmóviles. En la metafísica se puede hacer un ensayo semejante, por lo que se refiere a la intuición de los objetos. Si la intuición tiene que regularse por la constitución de los objetos, no comprendo cómo se pueda a priori saber algo de ella. ¿Regúlase empero el objeto - como objeto de los sentidos - por la constitución de nuestra facultad de intuición?. Entonces puedo muy bien representarme esa posibilidad. Pero como no puedo atenerme a esas intuiciones, si han de llegar a ser conocimientos, sino que tengo que referirlas, como representaciones, a algo como objeto, y determinar éste mediante aquellas, puedo, por tanto: o bien admitir que los conceptos, conforme a los cuales llevo a cabo esta determinación, se rigen también por el objeto y entonces caigo de nuevo en la misma perplejidad sobre el modo como pueda saber a priori algo de él; o bien admitir que los objetos o, lo que es lo mismo, la experiencia, en donde tan sólo son ellos - como objetos dados - conocidos, se regula por esos conceptos y entonces veo enseguida una explicación fácil; porque la experiencia misma es un modo de conocimiento que exige el concurso del entendimiento, cuya regla debo suponer en mí, aún antes de que los objetos me sean dados, por tanto a priori, regla que se expresa en conceptos a priori, por los que tienen, pues, que regirse necesariamente todos los objetos de la experiencia y con los que tienen que concordar." (Del Prólogo a la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura, de 1787)