Ante la enorme agresión al sistema educativo público o gratuito que han ejecutado nuestros gobernantes es preciso señalar - al margen de cualquier interés propagandístico - el sentido fundamental del estudio. Dejaremos de lado las necesidades educativas especiales, las tutorías o las muchas labores administrativas que se nos exigen, las actividades extraescolares o las labores organizativas y de guardia. Son razones inexcusables para defender la retirada de esas nefastas instrucciones de inicio de curso. La ínclita presidenta de la comunidad ha reconocido que la jornada formal del docente de los institutos de enseñanza pública se cifra en 38 horas semanales. Se refiere a la jornada formal porque el trabajo extraordinario es imposible de tasar y aquí es donde cobra sentido la apelación al viejo y sacramental sentido del estudio.
En una sociedad donde el trabajo exige un continuo trasiego de tareas fragmentarias el profesor es una figura de otro tiempo. El trabajador de cualquier otro sector, tanto como el empresario atento a su negocio, se ve cotidiana y continuamente inmerso en un tráfago apenas abarcable de contactos, cálculos volátiles, decisiones parciales... puedo imaginarme su irritación cuando encuentra a su vecino - dedicado a la educación - sentado a la sombra de un árbol, o ante su mesa de trabajo, simplemente leyendo, o cuando lo encuentra en su casa a mediodía leyendo o cuando pasea con lentitud sus largas caminatas diarias. ¿Pero cuándo trabaja este hombre?.
El necio no se pregunta, interesado, qué puede estar leyendo, sino que nota que está simplemente leyendo o, lo que es lo mismo para sus pocas luces, está disfrutando de su tiempo de ocio. El necio se deja conducir naturalmente por la concepción, groseramente funcional, de la educación que ha promovido nuestra democracia de consumo (individual, lúdico-libidinal y de masas). Todo estudio improductivo - desde la idea de productividad que domina en cierto
terrorismo filosófico, hegemónico en el campo de la economía política contemporánea - aparece como mero adorno, es decir, como
cultura.
Esa concepción reduccionista del estudio a formación de las maneras, vana erudición o, en última instancia, habilidad social está vinculada con un irenismo pánfilo que lleva décadas siendo promovido desde la concepción hegemónica de las ciencias humanas, con la psicología en vanguardia. Ha logrado la casi definitiva supresión de los saberes dialécticos - eminentemente políticos - del sistema educativo y ha dispuesto en su lugar la vana exaltación de una democracia formal que es un gran globo de viento, pero capaz de llenar las atolondradas cabecitas de los consumidores y opinadores de la nueva Europa del progreso y la solidaridad.
Pero esa Europa - cuya realidad dependía del sueño de una paz perpetua - no ahora, sino siempre ha sido insostenible y los saberes históricos, políticos, filosóficos habrán de volver a ser ejercitados en nuestros ajardinados campos de batalla. Porque frente a esas hermosas voces de la razón que ven en la guerra el fracaso de la política, aparece una contundente realidad que enseña la identidad de guerra y política. Guerra y política son lo mismo con medios diferentes, y en ambos momentos de lo mismo la filosofía no es otra cosa que el arte de diseñar el orden del mundo (podemos decir el mapa mundi) que sirva de horizonte a los antagonistas. Es cierto que, por ejemplo, las maneras corteses y la voz pausada de F. Nietzsche podría hacernos sonreir cuando leemos su autodescripción como martillo o dinamita, que el parsimonioso lector que fue K. Marx - décadas enclaustrado en la biblioteca del Museo Británico - no remite directamente al espectáculo de la revolución... o, por poner el mejor ejemplo, el Maestro por antonomasia - víctima sacrificial y caridad infinita - pudo afirmar: "no he venido a traer la paz a la tierra, sino la espada".
El profesor está leyendo y necesita para leer todo su tiempo disponible, cuanto más tiempo mejor. Ese tiempo suyo no tiene precio y no hay quien se lo tase. El beneficiario último de esa labor de efectivo magisterio es todo aquel que realmente entre en contacto con él y, en primer lugar, las generaciones más jóvenes a las que entregará algunas horas semanales. No lee para adquirir cultura, para expresar en latín, inglés o sirio lo que puede formular en perfecto español, no lee para acumular unos datos eruditos pero inconexos, sino para desvelar, o quizás para componer, el sentido del mundo.
En otro tiempo esa labor conducía necesariamente a la felicidad: "El hombre feliz es el que hace mayor número de cosas inútiles" (G. K. Chesterton). Hoy producirá un terrible desasosiego y una profunda amargura precisamente porque la deriva y el desorden real en que nos encontramos no concede ni la labor que describo, ni por supuesto sus resultados, es decir, la obra que pudiera delinear siquiera una línea de horizonte. Ahora bien, o esa labor se realiza con su noble improductividad o el presente quedará desatado de cualquier futuro, a la vez que quebrada su raíz histórica. En ese instante sin continuidad - sin ayer y sin mañana - el imbécil nefando sonreirá mientras mide la eficacia productiva de sus horas de formación.
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Un profesor que yo tuve solía narrar una anécdota - acaso apócrifa pero, sin duda, significativa - que habría tenido lugar en aquella magnífica universidad centro-europea de comienzos del siglo XX, que tan a menudo se añora. Al parecer, en alguna ocasión, los discípulos y alumnos de E. Husserl hallaron una nota ante la puerta del aula en que habría debido tener lugar el curso de tan estimado profesor. En la nota se leía algo parecido a lo siguiente: "El Profesor Edmund Husserl no impartirá su clase hoy por no tener suficientemente claras sus ideas".