Este lugar quiere dejar al margen la biografía cotidiana de su administrador, pero acontece que esto no siempre es fácil cuando la peripecia de cada día se endereza de un modo más ajustado de lo habitual por el portal de la filosofía. Sucede que dos días atrás he caminado desde nuestro lugar al monasterio de Guadalupe, a través de los valles de los rios Ibor y Viejas. Una marcha de sesenta y cinco kilómetros. Hicimos el camino en un sólo día, desde las siete y media de la mañana a las ocho de la noche aproximadamente, en torno a doce horas y media de breve peregrinaje. No han sido años, ni meses, no han sido semanas ni días, sólo doce horas y media. El lapso no es importante. El esfuerzo que supone lo es sólo en la medida en que resulte acompañado de un dolor benéfico, hondo, bautismal. La compañía es determinante y en mi caso sólo pudo ser la mejor: mi silencioso hermano. El entorno resulta importante sólo a través del caminante, pero no cualquier entorno sirve para calibrar la humilde dimensión humana y manifestar la belleza del mundo creado. Anduvimos hasta la exultante extenuación, un paradójico agotamiento explosivo y silencioso. Apenas conjeturamos una etimología parda: Guadalupe - río del lobo. El silencio, menor al comienzo, fue creciendo con el dolor en las articulaciones, al modo en que crece el pavor del alma con el fragor del cuerpo. Por lo demás, la manda o la promesa que motivara la marcha no era de impulso individual, sino cuestión de orden familiar. El sentido del mundo se ha afirmado en cada paso. Salve.
19/3/08
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