"Difícilmente lograré dar una idea del colorido de estos primeros años en Rustschuk, de sus pasiones y miedos. Todo lo que he vivido más tarde ya había sucedido una vez en Rustschuk. El resto del mundo se llamaba allí Europa, y cuando alguien viajaba Danubio arriba rumbo a Viena se decía que iba a Europa, Europa empezaba allí donde el imperio otomano terminaba antaño. La mayoría de los sefardíes tenía aún la nacionalidad turca. Siempre les había ido bien con los turcos, mejor que a los eslavos cristianos de los Balcanes. Pero como muchos de los sefardíes era comerciantes adinerados, el nuevo régimen búlgaro mantenía buenas relaciones con ellos, y Fernando, el monarca que reinó durante muchos años, era considerado amigo de los judíos.
Las lealtades de los sefardíes resultaban bastante complicadas. Eran judíos creyentes, para los que su comunidad religiosa significa mucho y constituía, sin exagerar, el centro de sus vidas. Pero se creían judíos de un tipo especial, y eso tenía que ver con su tradición española. En el curso de los siglos, desde su expulsión, el español que hablaban entre sí había cambiado muy poco. Algunas palabras turcas habían entrado en la lengua, pero eran reconocibles como tales, y casi siempre había también términos españoles para ellas. Las primeras canciones infantiles que escuché eran españolas, oí viejos romances españoles, pero lo más fuerte y para un niño lo más irresistible era el talante español. Con superioridad ingenua se menospreciaba a otros judíos, una palabra que siempre estaba cargada de desprecio era todesco, referido a un judío alemán o askenazi. Hubiera sido impensable casarse con una todesca, y entre todas las familias de las que de niño oí hablar o llegué a conocer en Rustschuk no recuerdo ningún caso de este tipo de matrimonio mixto. (...). Lo mejor que se podía oír decir de alguien era que es de buena famiglia. Cuántas veces y hasta la saciedad se lo he oído decir a mi madre. Cuando estaba entusiasmada en el Burgtheater y leía conmigo a Shakespeare, incluso más tarde, cuando hablaba de Strindberg, que se convirtió en su autor predilecto, no le daba apuro decir que descendía de buena familia, que no había otra mejor. Ella, para la que las literaturas de las lenguas civilizadas que dominaba se habían convertido en el verdadero contenido de su vida, no sentía una contradicción entre esta apasionada universalidad y el engreído orgullo familiar, que alimentaba sin cesar" (Elias Canetti)