
La familia no es, sin embargo, una institución antropológica junto a otras, y no es susceptible de modificación merced a una ingeniería social o una política revolucionaria capaz de tratarla sin conmover la raíz de la existencia histórica del hombre. O, dicho de otro modo, no es posible configurarla según fines racionales: analizarla y reconstruirla al objeto de depurarla de su oscuridad tradicional, de sus puntos ciegos, para generar la luminosa familia sin desajustes ni neurosis, sin conflictos ni tragedia. La familia plana, laminada, allanada, es la destrucción de la familia, matriz de la singularidad. La familia no puede ser modificada sin conmover la raíz de la existencia antropológica porque la familia es la raíz trascendente del hombre. Raíz trascendente, es decir, raíz sin humus y sin germen, fondo sin fondo (Bodenlose Abgrund) con el que comienza nuestra existencia, una existencia que no procede nunca íntegramente de la familia actual que nos realiza, porque esa familia actual es la desembocadura de un linaje cuya embocadura no resultó de institucionalización, ni de creación, ni por supuesto de algún ridículo contrato. A ese fondo podrían aludir los potentes símbolos cristianos de la Sagrada Familia y la Natividad del Señor, costado icónico de los oscuros por hondos (no son luminosas las profundidades) dogmas de la Trinidad y la Encarnación.
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