Pese a un reconocimiento tardío pero efectivo de su obra literaria, sólo de modo menor ha alcanzado reconocimiento la producción ensayística y sociológica de Francisco Ayala. Casi ningún eco ha logrado el costado metafísico y filosófico de su producción. Me temo que su nombre sigue sin pronunciarse prácticamente en las facultades españolas de filosofía. Yo jamás lo oí en las mismas aulas que escucharon la voz de Ortega.
Pero Ayala es, a mi juicio, uno de los nombres grandes de la filosofía española del siglo XX y quizás el nombre grande de la sociología y la filosofía social española de la centuria pasada. Por ejemplo, su mediación en la conocida polémica que opuso a Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro - menos conocida que citada - logra una definición y un rigor que, a mi juicio, no alcanzan los mencionados maestros.
Acaso haya sido su presencia tardía en nuestra menguada España y el libre ejercicio de su filosofía lo que, si bien le ha dado para floripondios y discursantes, no para una acendrada y firme elaboración sobre su pensamiento. Es, también en esto, un indiscutible discípulo de Ortega. Como en el caso de Ortega encontraremos los necesarios especialistas, pero su obra no ha podido desbordar los círculos de letrados y hombres cultos. Y esto es grave, en hombres que tienen vocación y estilo popular (lo contrario de la vulgaridad) y que afrontan cuestiones inexcusables para la comprensión de la naturaleza y la historia de España, tan necesaria para su misma persistencia. Habría sido necesario que la "arenisca del público" fraguara en torno a esta obra la estructura de una sociedad. No lo ha logrado en la libre concurrencia con las voces de publicistas, libelistas y editorialistas dotados del atronador amplificador de los medios de masas. Y bien que se nota.
"Pero mientras que la Iglesia, la universidad y aún todavía las Cortes de los Príncipes eran instituciones sólidas, apoyadas en tradiciones firmes sobre una formidable trabazón de intereses, el público es pura arenisca, viento y nada; carece de consistencia, y apenas si, a costa de los mayores esfuerzos, logra mantenerlo el intelectual prendido de sus labios. Ni por un instante puede abandonar su actuación frente a él, porque en seguida se le dispersa, distraído, igual que se dispersa el grupo de oyentes adventicios tan pronto como cesa de hablar el orador de feria".
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