En algún momento de La Dama de Shangai escuché de labios de R. Hayworth una curiosa frase: "No podemos perder, si nos rendimos". De esto hará unos veinte años. Mi memoria - un auténtico escombrero - ha conservado el pasaje, que nunca pensé que me con-vendría en este punto. Y este punto es el de rumiar o volver a traer la figura del barón de Montesquieu, al que ya E. Durkheim y después R. Aaron han elevado al estatuto de precursor de las ciencias sociales. Venerable por muchas razones, el noble crítico francés adquiere a la vista de sociólogos, historiadores, economistas, juristas... el valor de una solución de continuidad, una inflexión vital en el curso exánime de la historia de sus disciplinas: el rostro, en suma, de un padre fundador.
En la España que habla inglés, que se abre democráticamente al mundo mediante las tecnologías de la información, que se quiere situar en el corazón de una Europa arropada, a su vez, por la sociedad del conocimiento global, en la España moderna, en suma, la figura de Montesquieu goza de notable reconocimiento. No busco desafiar en conjunto la legitimidad de ese reconocimiento, pero sí señalar - sobre la base de una concepción crítica de la modernidad - las debilidades de su obra, precisamente como una de las fuerzas promotoras de esta modernidad a la que estamos entregados, pero cuyo feo rostro sólo con un enorme esfuerzo podríamos dejar de ver. Frente a ésta podría oponerse "nuestra modernidad", la que ha resultado vencida al punto de entregarse enteramente, evitando acaso de este modo la verguenza de declararse derrotada. Y, añadiré, esta otra modernidad no quisiera concebirse como española - en los términos justamente del nacionalismo del tiempo nuevo - sino universal. Sobre esto habría tanto que hablar... justamente todo lo que se silencia en la España del inglés, de las TIC y de Bolonia.
Pero volviendo al Señor de la Brède, sin desemerecer la importancia que en otros campos tiene su obra, nos avisaba recientemente (1984), por ejemplo, Julián Marías:
"Pero como esos autores era superiores en fama y técnicas, a los españoles, estos partían de ellos y rara vez se aventuraban a desentenderse de sus obras (o utilizarlas críticamente) y esas deformaciones pasaban íntegras a las suyas propias. En su momento habrá que hablar de la indecible irresponsabilidad de hombre tan eminente como Montesquieu, de su increíble falta de curiosidad y de conocimiento, cuando se trata de España; y podrá medirse lo que ha contribuido a confundir las cosas en la mente de los españoles."
En relación a estas deformaciones y confusiones de Montesquieu habría que revisar sus obras de temática española: Considérations sur les richesses de l´Espagne (1726/1727) o sus Reflexions sur la monarchie universelle en Europe (1731/1733), más inmediato será leer la Carta 78 de sus Cartas Persas (1721). Todo ello se aduce no con el ánimo de contribuir al recurrente llanto por España, mortecino y agotador, no con pretensión alguna revindicativa de la nación española, al modo de la conocida Defensa de la nación española de J. de Cadalso, en el contexto de una reacción nacional contra Masson de Morviliers, en la que juega tan importante papel la citada carta 78. Naturalmente en la medida en que la perspectiva europea - y europeísta - sobre España nos resulta injusta no dejan de indignarnos semejantes ataques. Ahora bien, tras la defensa nuestro ataque no seguiría las líneas de los defensores de la nación, simplemente porque aceptamos que esa nación, para bien o para mal, no fraguó en la forma de nación política homologada al resto de las modernas estructuras políticas europeas. De ahí su difícil modernidad, de ahí la importancia fundamental que sigue teniendo la cuestión: ¿Qué es España?.Pregunta que se da por respondida por los intelectuales angloparlantes, tecnológicamente eficientes, e integrados sin resto en la sociedad del conocimiento. De esta suerte quienes se empecinan en plantearla son ya declarados ineficientes rémoras del pretérito. No diré más, sino que su futuro es el fundamento de nuestra persistencia.
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