Las cuestiones de esencia y existencia son cuestiones de enorme complejidad. Me veo obligado a afrontar, sin embargo, la cuestión sobre la existencia o inexistencia de Europa. Lo primero parece que ha de ser constatar que aquí hay un problema porque, para quien asume la realidad tal como parece venir dada, no cabe duda de que Europa existe. Ahora bien, me resulta de una preocupante ingenuidad gnoseológica pretender que la realidad está ahí y no hay más que aprehenderla, de suerte que quien no la percibiera padecería un patente problema perceptivo: distorsionaría esa evidente realidad, o, simplemente, alucinaría. Quiero decir que no es posible, salvo acaso en el Absoluto Singular, afirmar la existencia de algo al margen de la consideración de su esencia. No tiene sentido afirmar que existe algo si no sabemos qué es. Recuerdo un resumen preciso de esta cuestión epistemológica, seguramente procedente de N. R. Hanson, quien concluye: “ver que… es ver como…”, sin que haya un rasante fisicalista de observación que permita aprehender una realidad vacía de “carga teórica”, expresada en términos de un lenguaje sin mancha que se ejercitaría en los “protocolos de observación”. Si mal no recuerdo, más o menos ésa era la jerga analítica.
De otro lado, parto de la hipótesis de que toda realidad humana es interna y constitutivamente normativa. De suerte que la determinación de una realidad antropológica incluye internamente su valoración. Al decir qué es, decimos – también – lo que vale. No voy a defender aquí esta hipótesis porque ya tengo bastante con el problema planteado.
II.
Así pues, a la hora de afirmar o negar la existencia de Europa hemos de ofrecer alguna determinación acerca de su naturaleza, esencia o constitución. Hemos de responder a la cuestión: ¿qué es Europa? Ahora es patente que el asunto desborda con mucho mis recursos, pero – forzado como estoy a dar alguna respuesta – diré lo siguiente:
Nadie puede poner en duda la existencia de un sistema económico integrado al que están sujetos los países que forman parte de la Unión Europea. Sistema económico que es ya más que un mercado, más que el viejo Mercado Común Europeo. Tiene de más una regulación creciente de las economías de los Estados que integran la Unión, que ha sido fijada en sucesivos tratados. Esta Unión tiene como límite la soberanía de unos Estados que la conservan de iure, de suerte que podrían decidir abandonar la Unión, pero es un abandono que resulta de facto crecientemente problemático y difícil. La cuestión del grado de integración de las economías nacionales en la Unión, que no es separable de la cuestión general de la integración económica mundial (China establece hoy acuerdos comerciales con España que se cifran en torno a los 7.500 millones $), es sólo apta para los especialistas. Ahora bien, parece evidente que la integración económica ha de arrastrar en buena medida una integración política que pone en entredicho el punto clave de la preservación de la soberanía propia de los distintos Estados.
Numerosas voces distinguen entre la integración económica y la política. Muy posiblemente me equivoque, pero me resulta cada vez más difícil separar el proceso histórico de constitución de los modernos Estados nacionales del proceso de generación de mercados nacionales. Estado y Mercado son dos dimensiones inseparables, íntimamente vinculadas, de las sociedades modernas. Se piden mutuamente, de manera que la cuestión a debate, en las elecciones que se celebran periódicamente en los países europeos, sólo aparentemente enfrenta dos posiciones que, en realidad, están profundamente vinculadas: liberalismo y socialdemocracia. De hecho podríamos hablar de socio-liberalismo para aludir al plano fundamental de su común acuerdo, aunque ambos se limitan a acordar el valor supremo de la “democracia liberal de partidos”.
Si estoy en lo cierto, la integración económica ha de conllevar la integración política. La cuestión está decidida, a mi juicio, por la burocracia estatal europea naciente que una y otra vez ofrecerá “Tratados de Constitución” a las poblaciones hasta que sean aprobados en la ceremonia santificadora-sancionadora de toda decisión política: el referéndum. Se dirime, sin embargo, el punto y modo de esa integración y no es cuestión menor, dado el punto de partida, que sigue siendo el de una pluralidad de Estados nacionales y, por tanto, de economías nacionales de muy distinta pujanza. Tampoco parece discutible que son Alemania y Francia, las grandes economías motores de la integración económico-política de la Europa naciente. Sobre todo, Alemania.
III.
La cuestión es que si Europa es esta unión económico-política, hemos de concluir que históricamente existe, es decir, existe en curso de realización. Sus efectos inmediatos son obvios, puesto que determinan la política-económica de los distintos gobernantes de los todavía distintos Estados de la Unión.
IV.
Ahora bien, basta señalar un par de casos que significan, a mi juicio, anomalías determinantes que ponen en entredicho la anterior definición de la esencia de Europa. Una definición reductivamente político-económica o, en breve, moderna. El primero: Reino Unido. Fuera de la Unión Europea, ¿queda también fuera de Europa? El segundo: Turquía, que puja por cumplir con los criterios económico-políticos que le permitan su integración en la Unión. Cumplidos esos criterios y, para los que sostienen la anterior determinación de la índole de Europa, convertida en un país moderno: ¿quedaría ya dentro de Europa?. Mi respuesta, cuyo fundamento tendrá que esperar a otra entrada, es negativa a ambas cuestiones.
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