De respetar hasta el fin la lógica que, desatada por la Gran Revolución y prologada por Sieyès, conduce a la exaltación de las clases útiles a la sociedad, debiéramos someternos pacientemente a las exigencias de la producción. Renunciando a la miserable demanda que todavía pudiera justificar nuestra presencia en el mercado y, habida cuenta de la reducción económica del mundo, debiéramos hacernos a un lado y esperar, o simplemente contar los días sin otro horizonte que añadir otro ocaso al sol que amaneció la última mañana.
La paciente labor de erudición y determinación que define el ejercicio de la filosofía no puede ser útil aunque indirectamente sea eficaz para la optimización, dinamización o animación de grupos, para la gestión de emociones y el desarrollo de estrategias de fidelización de consumidores... Del mismo modo, la erudición y construcción filosófica puede rendir resultados notables también en la configuración de una conciencia civil en la población o en la expansión del perfume solidario a través de las modernas agencias de integración, entre las que ocupa un lugar fundamental el Estado mismo. Pero la verdadera labor de demolición (entrepeneur de démolitions, rezaba la tarjeta de presentación de L. Bloy ) y reconstrucción real e integral del mundo es una labor inútil en el orden homogéneo del final de la historia, donde cualquier crisis se pseudo-resuelve sobre fundamentos que se consideran inamovibles y definitivos.
Un estrecho concepto económico de utilidad, asumido por los obreros que se quisieron verdadera encarnación del mismo, auténtica clase útil, define nuestra obsolescencia. La afirmación del Magister Laetus según la cual es libre el hombre que hace mayor cantidad de cosas inútiles, produce hoy una sonrisa sardónica, triste y dolorosa. El pleno triunfo de ese utilitarismo u obrerismo, naturalista y rigurosamente económico, nos reduce al ridículo a medida que se impone sin consentir resistencia. Nuestra contumaz persistencia debiera juzgarse delictiva. Es - en cualquier caso - antisocial e improductiva.
La enseñanza sujeta a evaluación por agencias de calidad y convertida en proceso didáctico técnicamente programado no puede reconocer otra importancia que la fijada por el mercado laboral, en función, a su vez, del tejido productivo. Importancia económica, en suma, determinada cuantitativamente en términos de magnitudes del relator universal de equivalencia: el dinero. En este caso la importancia se reduce al precio del trabajo, al salario, que de nuestra formación esperamos. Y poco o nada puede esperarse al respecto si te educas en disciplinas clásicas, impropias del mundo moderno.
Podríamos guardar la esperanza de que esta exigencia de renuncia y negación, a que nos fuerza el presente, resultara valiosa, y ya no propiamente útil, llegado el momento de dar cuenta de ese infierno, visible ya hoy, en que consistirá la pretendida realización (progresiva) del reino de Dios en la historia. Acaso a medida que el proceso avanza esté recobrando importancia toda filosofía capaz de volver a situarnos en el escenario del mundo.
Pero no puede tener importancia lo que es universalmente despreciado... Sólo podemos esperar sacrificios.
2 comentarios:
¿por qué sólo podemos esperar sacrificios? Además, ¿de quién serán?
La teología y la filosofía ya han sido sacrificadas o, desde la perspectiva estrechamente utilitaria, suprimidas de la república de las ciencias. Toda metapolítica cae con ellas y nos arroja a la legitimación fáctica del poder... desaparece así todo fundamento de la acción moral y la idea misma de correción práctica. A estas alturas no podemos esperar nada del proyecto de una moral racional. Pero al margen de todo esto me refiero a un sacrificio personal - que no hago extensivo a nadie -. Personal porque mi persona está constituida en un molde obsoleto, una familia patriarcal y asimétrica que también es un vestigio oscuro de otro tiempo. Esto es difícil de asumir y podemos seguir resistiendo a título individual, pero fe y esperanza se desvanecen.
Debe ser que no soy una persona positiva... empezaré por someterme a coaching o a terapia normalizadora.
Por otra parte, si uno vive distendido, si cada gesto cotidiano no le cuesta un importante sufrimiento, si aún disfruta gozosamente de los placeres de la vida - que no niego que puedan hallarse - sólo me queda felicitarle. Supongo que no entenderá la posición que describo o la juzgará una mera pose intelectual, una lamentable actitud degradada. A esto no tengo respuesta que dar: que cada palo aguante su vela.
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