A modo de archivo de la catástrofe y, como tal, fragmentario y diverso, abro ahora un nuevo campo, o - acaso más propiamente - añado una etiqueta bajo la que quisiera recoger los numerosos gritos de auxilio, las declaraciones finales, los diagnósticos de la tragedia, las perspectivas personales del gran acontecimiento. Son muchos los que han dejado memoria del hundimiento o han tratado de alcanzar un madero de misericordia, un resto flotante del viejo mundo anegado o bien se han entregado en un gesto último y ejemplar. Uno de estos náufragos lúcidos es, sin duda, F. Kafka. Tras construir su enfermedad que, por fin, irrumpe en agosto de 1917 Kafka obtiene su primer permiso largo - de ocho meses - en el Instituto de Seguros en que trabaja y se retira a una aldea del noroeste de Bohemia, Sirem, donde su hermana gobierna la granja de su cuñado. Allí - cuenta su biógrafo Klaus Wagenbach - pudo observar por vez primera la vida de los campesinos. Su impresión puede juzgarse externa y lo es, pero creo que no debiera considerarse ingenua:
"Impresión general sobre los campesinos: nobles que se han refugiado en la agricultura, donde han organizado su trabajo de un modo tan sabio y humilde que encajan sin fisuras en el conjunto y se pasan la vida a salvo de bandazos y mareos, hasta que mueren entre bienaventuranzas. Verdaderos ciudadanos de la tierra".
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