19/3/09

Notas sobre Educación.


Las líneas que adjunto aquí fueron escritas por un profesor de lenguas clásicas en enseñanza media, especialista en griego, que es - no tengo dudas al respecto - un maestro ejemplar. Mi juicio está sujeto a las consabidas objeciones derivadas del hecho de que el mencionado profesor es mi hermano. Sea como sea, y dado que no ha intentado publicarlas en ningún sitio, procedo sin su permiso - contando con la hoy dudosa ascendencia que se atribuye al hermano mayor - a depositar en este lugar sus notas. Al menos así alcanzarán a salir del arco de sus dientes, llegando a más de un par de orejas.

DEL MAESTRO ASALARIADO

¿Quién duda de que el maestro necesita, como cualquiera, tener satisfechas sus necesidades básicas de subsistencia, y esto al margen de que de unos lugares a otros pueda discutirse qué se entiende por básicas? En efecto, ya en su tiempo fue Aristóteles (384-322 a.C.) quien explicitó algo tan elemental y prosaico como que para poder filosofar, uno previamente ha de estar comido; y el viejo adagio del primum vivere deinde philosophari no hace otra cosa que decirlo en latín. Pero también desde antiguo, antes de que el citado fundador del Liceo fuera maestro de discípulos, su maestro, Platón (427-347 a.C.) descalificaba a los sofistas, entre otras cosas, por el hecho de cobrar, y en algunos casos cuantiosas sumas, por sus lecciones. Lo cual demuestra dos cosas: 1ª que los sofistas tenían igual de claro que Aristóteles que había que vivir de algo; 2ª que si se les podía reprochar su afición al dinero era porque, aun cobrando, todavía no se entendía que éste fuera el fin último (el del lucro) en materia de enseñanza, y probablemente en muchas otras. Y, sin embargo, no es lo mismo recibir dinero por las lecciones como lo hacía un sofista antiguo, que ser un empleado en el moderno sentido de la palabra, aunque éste también reciba dinero por su labor. No es lo mismo, sin duda. Pero en la enseñanza hoy día ambas cosas se equiparan, incurriendo con ello en el peor de los anacronismos, pues no se trata de lo que podríamos llamar un anacronismo material, fácilmente identificable y desdeñable en el perjuicio que ocasiona, como podría ser el de, por ejemplo, dotar de estribos a la caballería romana, sino de un anacronismo formal, que es más insidioso y nocivo por cuanto es más sinuoso, más difícil de detectar y causante por ello de los peores equívocos históricos, cuales son los que resultan de juzgar unas épocas con valoraciones y hechos de otras.

Para no caer en dicho anacronismo ha de quedar claro que las mismas necesidades (mutatis mutandis) de siempre, de comer, vestir y habitar dignamente, se cubren, claro está, con dinero, pero el de los tiempos que corren lo percibe el maestro como trabajador asalariado de la era postindustrial del capitalismo moderno, situación en la que no se ha encontrado no ya ningún maestro anterior, sino ningún hombre en épocas pretéritas. Dicho esto, tiene también que quedar claro que no es cuestión de pretender sustraer al profesor de esta condición (por muy deseable que ello fuera), es decir, reclamar el (im)posible (¿es estrictamente imposible romper las condiciones modernas del trabajo?) de que no sea así. No sólo porque se adoptaría una posición irreal propia de quien no asume la terca realidad de los hechos cegado por una teoría que se ha elaborado de espaldas a ellos, sino además porque no sería de justicia solicitar para el maestro la posición de privilegio que resultaría de librarlo a él solo de las cadenas del mercado, que no a otras está atado el empleado y su salario. (Pero precisamente lo que es interesante es la tesis de que algunas actividades, y quizás muy en especial la del maestro (rabbí, dirían en hebreo) se resisten a ser vaciadas, por la constitución misma de su labor, en trabajo abstracto. No es ya que sea justo o no, por respecto de otros trabajos, sino que por su naturaleza, es decir, por el contenido mismo de su labor se resiste especialmente al vaciado del trabajo en las condiciones meramente económicas según las cuales se concibe hoy el trabajo)

Lo que pretendemos es que su componente de especialista a sueldo, es decir, lo que como trabajador comparte con los demás que también lo son y que permite que se le pueda calificar de profesional, no fagocite (es perfecto, devorar o vaciar dejando el trabajo en su mero esqueleto económico) al completo la naturaleza, esto es, el contenido de su actividad. Decimos esto porque lo que parece percibirse más cada día es que el profesorado asalariado de hoy no ve, critica o analiza su situación -y nos estamos refiriendo a su situación estrictamente laboral- mediada o a través de los contenidos de sus conocimientos, sino exclusivamente de su condición de empleado. Se realiza así una dislocación radical de los dos componentes –profesional (como profesor genérico de enseñanza media) y profesional de algo (como profesor específico de materia determinada) componentes disociables, pero inseparables - en virtud de la cual el segundo de ellos desaparece casi del todo, cediendo el campo victorioso al primero (1). Dicho de modo breve y sencillo: los maestros y profesores (de nuevo una distinción administrativo-laboral) se olvidan cada vez más de lo que se supone que saben y de cómo esto debe determinar su condición de trabajador (2). De ahí que habiten en el entramado social no como profesores, sino tan sólo como trabajadores, sin más.

La consecuencia inmediata es que la resistencia o incluso en algunos casos la renuncia a la ejecución de tareas que se les encomiendan, no la justifican con una posición razonada que les hayan proporcionado sus saberes (en lengua, historia, filosofía, matemáticas…), sino en tanto en cuanto como trabajadores y solo trabajadores, en abstracto, es decir, sin que el componente del contenido del trabajo que realizan abra la boca, no están dispuestos a asumirlas.

Un ejemplo ilustrará mejor lo que decimos.

En España hoy los institutos de enseñanzas medias tienen el deber de elaborar documentos autorregulativos, entre ellos el llamado Reglamento de Régimen Interno y el Plan de Convivencia, cuyos objetivos no es pertinente ahora tratar. Se ha dado el caso -el ejemplo no es imaginado, sino rigurosamente cierto- de que a propósito de dichos Reglamento y Plan se haya informado en claustro de profesores, de que están concluidos, pero que sólo queda como remate del trabajo su redacción en un lenguaje no sexista. Pues bien. Ante semejante afirmación ni un solo profesor -entre los que se incluye quien esto escribe- alzó su voz para decir algo tan elemental como que dicha tarea debería obviarse por la sencilla razón de que se justifica por un razonamiento equivocado, es decir, por un razonamiento falso, a saber: el de que el idioma es sexista (o para ser más precisos, habría que decir machista) Ningún profesor especialista en lenguas, como lo son los licenciados en filología integrantes del claustro, explicó que se comete el error básico de confundir sexo con género gramatical (de los que el español, por cierto, tiene seis: masculino, femenino, neutro, común, ambiguo y epiceno y no se aclara con respecto a cuál es sexista el idioma); o que los procedimientos para intentar salvar tal supuesto machismo y que hacen redacciones tan farragosas y conocidas de todos como son las de duplicar los nombres (alumnos/ -as, profesores/-as) son erróneas por dos razones, 1ª porque van contra una ley que opera en todos los idiomas, que es la de la economía lingüística, y 2ª porque quien hace uso de ellas no sabe lo que es una neutralización de oposiciones lingüísticas, que no otra cosa hay en el uso de, por ejemplo, alumnos con la idea de denotar tanto a niños como niñas. En efecto, en ese caso se ha neutralizado la oposición de géneros y el sustantivo, además de lo que significa, sólo expresa la categoría gramatical de número plural. Y si lo que se hiciera para evitar ese supuesto sexismo fuera emplear signos nuevos, como el caso de la famosa arroba, nadie se levantó a explicar que dicho signo no es un grafema, y que por lo tanto, no lleva adscrito un sonido que lo articule, de modo que propiamente cuando se utiliza es impronunciable. Nadie explicó, en fin, que se comete la confusión de atribuir al idioma el uso machista que de él pueda hacer alguien. Ni nadie concluyó ante estas explicaciones dadas, que la única opción posible por razonada y sensata era la de no realizar el trabajo que se había indicado.

Nadie dijo nada. El silencio ya es ominoso a este respecto. Pero si se hubiera solicitado la colaboración del profesorado para dicha redacción no sexista, creo que las respuestas habrían sido más afrentosas que el silencio. Pues en ese caso, para evitar el trabajo, no se hubiesen aducido razones de contenido académico, sino de orden laboral: que si ese trabajo no corresponde a los profesores, que si ya se tiene suficiente carga de trabajo como para asumir más, que si la ley no lo exige… O se hubiera murmurado en corrillos o al oído del que estuviese al lado que dicho trabajo era una tontería y no que es un error.

Lo anterior no es nada más que un ejemplo real. Podrían ponerse otros relativos al copioso trabajo que conllevan las Programaciones Didácticas, o la asunción de la legislación de turno sin rechistar, como si se tratara de leyes reveladas desde una autoridad divina, y no como lo que son, leyes emanadas de un Parlamento nacional o regional.(3)

El resultado final se puede deducir fácilmente. Cada vez más, en los centros de enseñanza, a todos los niveles y de todas las modalidades, no se confunda nadie, públicos, privados o concertados, se diluye la academia como escuela o la escuela como academia, suplantada por prestaciones propias de una empresa de servicios. El propio Ministerio del ramo no lo oculta. Ahí está el nuevo Ministerio de Cultura y… Asuntos Sociales.

A. Muñoz. 2007


(1) La cuestión es que, precisamente, se ha producido un vaciado creciente de los contenidos en virtud de los cuales se produce esa especificación. Y este vaciado no es sólo característico del ámbito educativo sino, en general, del proceso de producción en las condiciones del mercado moderno, en que el trabajo se constituye en mercancía. Se trata, en efecto, de trabajo universal abstracto cuyo valor se determina en el mercado de trabajo (si bien de modo muy especial dado que se valora por el número de horas/hombre que se invierte en su producción, es decir, el trabajo se estima por el trabajo necesario para producirlo. Este bucle no aparece en ninguna otra mercancía y nos permite señalar una especificidad que acaso permitiera evitar la equiparación de la mercancía “trabajo” con cualquier otra; equiparación que, sin embargo, se ejercita de hecho con importantes consecuencias).

(2) Insistiendo en lo dicho: sucede que cada vez más los profesores resultan inespecíficos porque sus materias se mueven en el terreno pedagógico genérico, crecientemente indefinido, de las competencias y las habilidades en abstracto. Éstas se juzgan además necesarias para la formación de nueva mano de obra genérica en un mercado laboral flexible.

(3) En efecto la legislación emanada del Parlamento no es discutible en modo alguno en cuanto que se estima legitimada por el proceso electoral del que resulta la constitución de la cámara legislativa. Dios ha bajado de las alturas y habla, en las naciones políticas modernas, a través del pueblo mediante el procedimiento electoral. Esta doctrina es el nervio metafísico de las sociedades modernas frente a las viejas teorías del fundamento teológico del poder. Puede discutirse la ley, en cuanto proyecto de ley en el Parlamento, pero entra en vigor, con fuerza de obligar merced al aparato ejecutivo del Estado, cuando el Parlamento la sanciona. La especial naturaleza de la actividad del profesor, el viejo magisterio, puede llevarle a oponerse – y ésta es una cuestión crítica fundamental – a la democracia misma, “un abuso de la estadística” decía Borges. Justamente la actividad del maestro está ligada a la verdad, de ahí su especial índole casi sacramental. Recuerda: amicus Plato, sed prius amicus veritatis, donde “Platón” puedes poner la “ley” (“germen del terror” dice Gómez Dávila). Ahora bien, el movimiento contrario parece situar al profesor como vanguardia de la sociedad, a modo del “intelectual firmante de manifiestos” y este es el otro extremo. De ahí el constante compromiso político de la distinción entre ciencia y opinión, desde la antigüedad.

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