Bajo la retórica psicológica que alude a depresivos u optimistas, a realistas fríos o a soñadores de ideas, aparecen voces que reconocen ya el estado de excepción como situación determinante de la realidad política, y buscan al dictador capaz de hacer frente a la agresión y de reordenar el estado de cosas. Ayer mismo, la derecha, hasta antes de ayer liberal, abominaba ya del parlamentarismo y buscaba una correción presidencialista [El gato al agua. Radio intereconomía. 4.08.11]. Hoy mismo se busca al político suicida "que de un paso al frente". Todo ello envuelto en la púdica jerga psicológica que se delata en los ejemplos - A.Lincoln o W. Churchill... - unidos a conflcitos bélicos de primera magnitud. Si ese paso al frente supone un suicidio no aparecerá el dictador, pero alguien habrá de darlo cuando la solicitud de su presencia resulte un clamor. La aclamación sustituye al voto en el estado de excepción. Las ideas de Carl Schmitt o de E. Niekisch - entre otros - acerca de los límites del parlamentarismo, vuelven a cobrar vigor. Por su parte, el anciano Carrillo ve florecer viejas revoluciones.
Si por acaso el marasmo presente es superado por medios incruentos, aunque habrán de ser necesariamente dolorosos, no deberíamos engañarnos sobre el escondido rostro del mundo que aflora hoy, bajo la balumba de badulaque de nuestras necesidades y estándares de consumo. La revolución que se aguarda no debiera conducirnos a ningún futuro, ni entregarnos a más progreso. No habría que burlarse de las demandas de recomposición espiritual del hombre, no del hombre nuevo, no del hombre de mañana, sino del hombre eterno. Pero a mí no me cabe, al respecto, ninguna esperanza.
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