Mil veces hemos leído acerca de grandes tragedias históricas, hambrunas abismales que segaban vidas por millares: ojos grandes, labios finos, pómulos de un rostro enteco bajo una piel gris de pergamino, óseo el gesto hasta la comisura de unos labios rígidos. A menudo se presentan las ceremonias de entonces como un acto de consuelo, como un atavismo irracional ante lo que se concebía como castigo y era únicamente un fenómeno climatológico, un terremoto, una epidemia o una guerra centeneria... Habría que dar a esas ceremonias su auténtico valor.
Hoy, en la era del altruismo y la solidaridad - neologismos modernos - hemos oído mil veces la promesa de superación no sólo de la guerra, ante el avance inexorable de un huracán de paz perpetua, sino de toda forma de miseria, ante el avance de un muerte higiénica. En la abundancia de la superproducción, sin embargo, la miseria histórica no nos abandona y, sin embargo, en un tiempo en que "la economía deviene destino del hombre" (Marx) no se nos concede forma alguna de consuelo. La, al parecer, inexorable legalidad económica que gobierna el mundo exige también sus numerosas victimas desacralizadas.Hoy las víctimas están en nuestra proximidad y también a una gran distancia porque no reconocemos - en la abstracción sin centro de la Humanidad - otro prójimo que cualquiera.
Cerca o Lejos. En la proximidad o en la distancia, nuestra posición ante el pobre ha quedado, desde luego, homogeneizada. Es el gran triunfo de la igualdad democrática.
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