2/11/08

Nótulas. Sobre R. Koselleck (2)

La percepción apocalíptica de la guerra civil religiosa que asoló Europa en el umbral de la modernidad es la matriz del absolutismo político. Recurso de salvación ante la catástrofe civilizatoria, ante el trágico desorden de una guerra absoluta, en cuanto apela al último fundamento de la existencia antropológica, a los principios de la fe. Puede medirse el terror que infecta las conciencias por la expresión nueva de un pacifismo fundamentalista y anómico.
Recuerda Koselleck a D´Aubigné, quien nota que sólo se salva el que traiciona y se traiciona. En efecto, la situación obliga a estrangular la propia creencia o afrontar al nuevo Leviatán. La paz se erige en único fin, la paz por la paz misma, de suerte que nuestras reservas morales o religiosas habrán de ser ahogadas, negadas, vencidas en nombre del único fin: la paz absoluta del Estado. Aquí deposita Koselleck el germen de la escisión entre lo interno contenido y la expresión externa, entre los escondidos principios de la fe y una conducta civil mesurada y tolerante. El frondista D´Aubigné escribe:

"Los que están muertos quisieron dejar vivir a su conciencia; y ha sido ésta precisamente la que los ha matado"

Someterse al nuevo soberano garantiza la supervivencia, la insumisión conlleva la aniquilación y carga con la culpa. El súbdito sólo vivirá si oculta su conciencia. La vieja consigna que rigiera el comportamiento de Descartes - quien diera canónica expresión al dualismo metafísico - apunta a esta situación: Larvatus prodeo.
Una quiebra moral, una fractura compleja, casi un abismo destruye la relación entre culpa y responsabilidad. El súbdito carece de toda responsabilidad política, íntegramente en manos del señor absoluto. Pero el súbdito es culpable si infringe de modo visible el orden dictado, y será culpable en otro plano de la mutilación de su conciencia: una culpa ésta sofocada y silenciosa que merecería ser, y será, tratada, analizada y, finalmente, normalizada. Por su parte la responsabilidad absoluta del soberano le conducirá a una creciente previsión y a un control infinitos y, al fin, al constante incremento del poder.
En el siglo XVII, como todavía hoy, los doctrinarios de una moral sin religión y los promotores del absolutismo tienen un mismo oponente: la moral religiosa. Las exhortaciones a la eliminación de la moral del seno de la política se orientan contra la religión, auténtico bastión contra la Razón de Estado. Todavía no se enfrenta el Estado a una moral mundana, esa que luego será llamada "ética laica".
Una tan enconada oposición a la religión no es característica de las monarquías, sino de todo poder que asuma su condición absoluta, así el Parlamento inglés argumenta contra Carlos I en 1640 que también la conciencia del rey ha de someterse a los intereses del Estado. En cuanto que el parlamento logra forzar al monarca a actuar contra su recta conciencia, puede reivindicar su plena soberanía. Espinosa mismo defiende que una buena acción deja de serlo si perjudica al Estado o resulta bueno todo presunto crimen si favorece al "bien común".
En este punto la obra de Th. Hobbes alcanza su verdadera dimensión: Hobbes renuncia ya a todos los argumentos tradicionales y muestra los fenómenos en su realidad desnuda. Por ello mismo ha podido, desde una posición llevada al último extremo, vislumbrar el nuevo pensamiento burgués naciendo del seno del Leviatán.

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