"¿Qué ocurre cuando la paz está ya asegurada, conjurado el peligro de muerte y el ciudadano capacitado para desarrollarse libremente?. ¿Acaso también entonces es toda disposición, toda orden del monarca, una ley racional o un mandamiento moral?".
La ley absoluta del Estado supone la escisión entre conciencia interior y acción exterior. Un perfecto formalismo legal permite separar el contenido de una acción de la acción misma. Es necesario separar absolutamente convicción interna de acción externa para poder vivir en este orden político.
Sólo en el exterior, más allá o más acá, del terreno político se abre la brecha: 1. por encima, en la conciencia del soberano que puede cometer iniquidad, pero jamás injusticia, a no ser en cuanto pueda decidir contra la seguridad, con lo que decae de su soberanía. ("No hay ley que pueda ser injusta"(T. H.). 2. Por debajo, en el súbdito en cuanto hombre (no ciudadano) que no tiene que identificarse en conciencia y necesariamente con las leyes políticas.
"El derecho es la conciencia pública - las conciencias privadas no son sino opiniones particulares"
Esta escisión entre esfera privada y esfera pública abre el espacio del secreto. Un espacio secreto políticamente irresponsable, ante un Estado que carga con el poder pleno y la plena responsabilidad, de modo que sólo podrá resultar culpable. Este ámbito moral pujará por convertirse en asunto público a lo largo del XVIII, siglo de las luces. Se trata de una moral interior de raíz no política que se enfrenta a la Razón de Estado, la cual - olvidada la situación a la que responde - aparecerá como plenamente inmoral.
Pero este ordenamiento supraconfesional del Estado, que opera la pacificación hacia el interior, transforma también las relaciones internacionales. Cada Estado Absoluto, ámbito en que impera la conciencia del soberano como última instancia, resulta persona moral en cuanto dotado de plena libertad y autonomía frente a los demás Estados. El derecho natural del individuo en estado natural - derecho a todo cuanto puede - reaparece a la escala interestatal de estas personas morales de orden político.
En este contexto todo soberano goza del mismo jus ad bellum y la guerra se convierte en prolongación de la política regia. Todo Estado disfruta el mismo derecho a la guerra, lejos de la justicia de su causa, todos son enemigos legítimos al margen de cualesquiera razones morales para la guerra.
Así como Hobbes halla la suspensión de la guerra de todos contra todos en el terreno estatal, también Vattel concluye que sólo cabe erigir un orden normativo interestatal dejando de lado la conciencia moral. El soberano se orientará por circunstancias meramente políticas. Frente a la situación de unos Estados alzados sobre el derecho natural moral - Grocio - se contempla ahora un equilibrio entre Estados que pretenden salvaguardar la paz compartida, resultado de la neutralización de la guerra civil religiosa. La paz de Westfalia sella esta situación europea.
En línea con esta ordenación se admitirá una sola intervención legítima en el interior de otro estado, a saber, aquella que busque evitar una tiranía religiosa. En tal caso, en efecto, el estado sometido a esta tiranía de la religión habría de reabrir, en nombre de principios fundamentales, la sellada guerra civil religiosa.
La estabilidad política así asegurada acoge en su seno un mundo moral desarrollado por la nueva élite burguesa. Seguro y protegido por el Estado Absoluto el burgués construye su utopía política stricto sensu. Monarcas ilustrados favorecen la felcidad de sus gobernados, se abre la esperanza optimista en un progreso pacífico que incluso contempla la eliminación de la guerra interestatal .
Pero el orden moral de la sociedad civil-burguesa sólo puede ver como doble moral la separación de la acción moral reducida a la privacidad frente al ámbito de libre decisión del soberano. Con la crítica ilustrada se deshace la separación que había servido para delimitar un campo racional para la responsabilidad política.
"La relación indirecta con la política resulta determinante y característica del hombre burgués. Permanece, en efecto, en una especie de reserva privada, que convierte al monarca en culpable de la propia inocencia. Mientras en un primer momento todo hacía parecer que el súbdito era potencialmente culpable, medido con la inocencia del poder regio, el monarca es ahora siempre culpable, medido con la inocencia de los ciudadanos" (R. Koselleck. Crítica y crisis)
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